martes, 8 de mayo de 2018

La disolución de ETA

Es curioso cómo suceden las cosas, pero aún es más extraordinario cómo se recuerdan o se olvidan determinados acontecimientos importantes que marcaron determinados hechos y/o pensamientos de una etapa pasada de nuestra vida. A mí me sucede algo así, extraño quiero decir, cuando pienso en la banda terrorista ETA. Antes, hace muchos años, en concreto durante la década de los noventa, esta organización de mercenarios y asesinos, porque eso es lo que son, me provocaba auténtico pavor. Recuerdo perfectamente, tanto como si hubiera sucedido ayer, que cuando me enteraba por las noticias de un nuevo atentado perpetrado por esta banda, primero sentía tristeza por las personas que hubieran tenido la mala suerte de estar en el momento y lugar equivocados, y segundo, miedo, mucho miedo, al pensar que en cualquier momento nos podía tocar a mi familia, a mis amigos o a mí, porque si bien los ataques muchas veces tenían objetivos claros, en otras ocasiones, los atentados eran arbitrarios e indiscriminados (el ataque a Hipercor el 19 de junio de 1987 da buena cuenta de lo que estoy diciendo). 

Fueron muchas las veces que entré el Corte Inglés absolutamente convencida de que en cualquier momento íbamos a saltar todos por los aires. Ahora, sin embargo, tanto tiempo y tantos acontecimientos después, mientras escribo, ese miedo que sentía durante los noventa se me antoja como algo extraño, incluso como algo impensable o imposible, y lo cierto es que, aunque lo sienta o lo recuerde como algo muy lejano, durante aquellos años, terribles, nos podía haber tocado a cualquiera. Parecía que no había modo de vencer o de frenar a aquella panda de canallas; las imágenes de las pantallas de televisión o de los periódicos, aparecían cubiertas de coches destrozados, cuerpos desmembrados por el suelo y de cielos grises nublados por el denso humo del rastro de la pólvora.



Recuerdo perfectamente el 20 de octubre de 2011. Aquella tarde, yo estaba trabajando en un diario local de mi ciudad cuando entró en el correo electrónico de la redacción la noticia del cese definitivo de la actividad armada de ETA.  En aquel momento, durante los primeros instantes, en que los distintos medios de comunicación se hacían eco de las distintas informaciones del que seguramente sería el acontecimiento del año,  costaba bastante creer que tocaban a su fin 43 años de terror. Pero, así fue, a las siete de la tarde, tres encapuchados miembros de la banda, por medio de un comunicado escrito y en vídeo, anunciaban el que fue el cese definitivo de la violencia terrorista con un punto y final que dejaba un total de 829 víctimas mortales. 

Hoy, 8 de mayo de 2018, siete años después de aquella tarde, y cinco días después del comunicado de ETA en el que anuncia su disolución, me vienen a la cabeza un montón de imágenes de diferentes atentados, de manifestaciones multitudinarias, de nombres y apellidos de mujeres, hombres y niños que sufrieron graves atentados, tanto de los que tuvieron la suerte de sobrevivir para contarlo como de los que murieron en nombre de algo que todavía tantos años después no sé bien qué significa. Inmediatamente, tras estos pensamientos, nombres como Irene Villa, Migue Ángel Blanco o José Antonio Ortega Lara acuden raudos y veloces a mi mente, como símbolos de la esperanza. Ya sé que Miguel Ángel Blanco no sobrevivió, pero su secuestro marcó un antes y un después en la mente de la sociedad española, que aquel 12 de julio de 1997 no dudó en lanzarse a la calle para pedir por su liberación, dando lugar a las manifestaciones más multitudinarias que se recuerdan en la historia de España.



Así que, en días verdes y de esperanza como los de estos días, cuando uno lo cree todo posible, o casi todo, se plantea que,  a lo mejor dentro de unos años, podré escribir un post en el que recuerde cuando a muchos nos daba miedo viajar en avión, ir en metro o pasear por las ramblas una tarde de verano de mediados de agosto por culpa de palabras nuevas como yihadismo; neologismo que hemos tenido que crear para definir un nuevo tipo de terrorismo que se caracteriza por una violencia radical, cruel y extrema que irónicamente lucha en nombre de una obligación religiosa impuesta para extender la ley de Dios.






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