Trabajos y Proyectos

A propósito de ti 

Lo cierto es que no sabes nada de mí, ni yo sé nada de ti. Imagino que en tu mente, como en la mía, ambos tenemos doce años, - probablemente los tendremos siempre -, pues no podemos recordar otra cosa el uno del otro. Pensar en ti es vivir anclado a un “puerto”, es vivir instalado en un recuerdo, es vivir el verano de 1.962, constantemente, una y otra vez, una y otra vez, como la ola que rompe en la orilla, una y otra vez, una y otra vez.

Hasta conocer a la que fue la mujer de mi vida, la madre de mis tres hijas y mi mejor amiga, conocí a muchas chicas, pero ninguna me marcó tanto como tú. Con los años olvidé sus nombres e incluso sus caras. Sin embargo, tú,  fuiste distinta. Siempre lo has sido. Quizás porque fuiste mi primer amor, quizás porque no fue un amor cualquiera, quizás porque fue un amor de verano, quizás porque fuiste la primera, quizás porque fuiste la última.

Nunca volví a sentir una cosa así, una cosa igual,  tan de leyenda. En mi mente seríamos eternos, jóvenes, inmortales, siempre locos, siempre  el uno por el otro.

¿Quererte? Querer es otra cosa. A ti nunca te quise, aunque mi corazón adolescente, "recién estrenado", brillante y reluciente, creyó lo contrario.  Querer es una palabra importante, demasiado fuerte, que observo, hoy en día, se sigue utilizando con frecuencia y a la ligera. Tantos años después sigue pasando lo mismo; todavía se “malgastan” los te quiero, se “despilfarran”, dando por sentado que se tendrán para siempre. Los jóvenes continúan diciéndolo sin pensar. Seguimos empeñados en convertir lo extraordinario en algo común, en algo vulgar; las cosas nunca cambian; la canción sigue siendo la misma.

Seguramente, a estas alturas, te estarás preguntando a qué he vuelto entonces, qué demonios hago aquí. He vuelto a por lo poco que queda de mí. He vuelto porque quiero vivir contigo todo por primera y por última vez. He vuelto porque me hallo vacío, roto, a veces, incluso muerto. He vuelto porque sin ella ya nada tiene sentido. Vuelvo a ti, vuelvo a donde nada me la recuerde, al último sitio donde fui feliz antes de empezar a vivir.

La muerte es algo curioso, al menos para mí. No siento que sea el antónimo de la vida, la "archienemiga" por excelencia de lo que es vivir. Más bien, creo, es al contrario,  pues en ella despejamos las incógnitas, hallamos las respuestas y zanjamos con éxito la acción que fue nuestra existencia. La muerte de ella, la muerte de mi compañera, la muerte de mi amante, la muerte de mi mejor amiga, ha sido un comienzo, sí, como lo oyes, un comienzo,  extraño, pero, al fin y al cabo, un comienzo. Decirle adiós ha sido, con diferencia, lo más doloroso y difícil que vaya a hacer en este mundo, de eso estoy seguro. Después de su muerte, ya, sólo me queda esperar a  la mía, pues ¿qué otra cosa puedo esperar? Ya nada tiene sentido. La vida ahora es  nada. La vida ya es no vida.

Por las noches la espero, con los abrazos abiertos, con más fuerza que nunca, para que me lleve con ella, para que me lleve a su lado, a sus brazos, a mis brazos. Sin embargo, mientras llega, mientras espero a mi fin, a mi comienzo y a mi todo, me veo obligado a flotar, a respirar, a esperar “ ese algo” más de la vida, y  a  hacer caso de los consejos de los demás. Cuando te hablo de los demás, me refiero exclusivamente a mis hijas, a mis tres niñas. Los “buenos deseos” del resto, y sus opiniones, hace ya mucho tiempo que no me importan nada, pues en realidad no me conocen. 

Las niñas, lo mejor de ella, lo peor de mí, algo de lo que fuimos los dos, quieren que “siga adelante”, que rehaga mi vida, esas cosas que suelen decir los hijos cuando no saben qué decir. Y yo, por mis hijas, hago lo que sea. De lo poco que me quede hacer por “aquí”, ése es mi empeño de hacerlas felices. A veces, en mitad de la noche, cuando cierro los brazos a la muerte, a mi comienzo, a mi fin, a mi todo, busco algo en mi interior, busco la última vez que fui inmensamente feliz, feliz de verdad, feliz solo como un niño sabe ser feliz, y entonces, vuelvo sin remedio a ti, a nuestro todo por primera y por última vez, a nuestras noches del 62, a nuestro amor de verano, a nuestro tiempo eternamente joven, a aquello, que ilusos, creímos invencible.

Ella lo era todo,  la fuerza que movía y mueve mi mundo. Pero, tú, eres distinta. Siempre lo has sido. Tú fuiste la primera, tú fuiste la última; la leyenda, el falso mito que nos hizo creer que lo bueno duraría para siempre.

¿Quién eres mamá?


Miró la pantalla del teléfono. Ni llamadas pérdidas, ni mensajes de texto, ni WhatsApps. Era la décima vez que miraba el móvil en los últimos sesenta segundos.  Enfadada, devolvió el teléfono a su bolsa de playa. Debía tranquilizarse. Era imposible que alguien se hubiera percatado de las ausencias. Había pasado poco tiempo. Todavía contaba con un par de días; el vuelo Málaga – Chicago, duraba unas trece horas, contando con los retrasos de rigor de los aeropuertos, aún disponían de tiempo para cumplir con éxito el plan que tan cuidadosamente había trazado a lo largo de los últimos nueve meses.  Apoyó la espalda en el respaldo de la silla e inspiró hondo tal y cómo su terapeuta le había enseñado. Normalmente, en la consulta, las respiraciones surtían el efecto deseado, pero aquella mañana de principios de agosto, sentada frente a la mesa de un chiringuito con la arena de la playa bajos sus pies, se sentía incapaz de tranquilizarse. Estaba convencida que las personas que había a su alrededor, tenían la habilidad vital de poder leer su rostro. Sacudió ligeramente la cabeza para ahuyentar ese pensamiento.  Tomó el refresco que había sobre la mesa, le dio un pequeño sorbo y mantuvo el vaso entre las manos. Sabía que había hecho lo que debía, no tuvo otra alternativa. La mayoría de veces, la desesperación, conduce de modo inexorable, a soluciones fatales.

Con el vaso todavía entre las manos, alzó la vista. Ahí estaban los dos: felices, ajenos a la verdad. Jugaban en la orilla del mar. Se empujaban. Se caían. Se levantaban. Reían, y volvían a empezar. Se colocó la mano derecha sobre la frente, a modo de visera, para verlos mejor. Sonrió y, al mismo tiempo, sintió unas ganas irrefrenables de llorar. La pena por la ignorancia de ambos la mataba. El dolor que sentía en el fondo de su alma, era más insoportable que una buena tunda. Estiró el cuello para ver más allá de los chicos, para ver el mar; el Mediterráneo, le devolvía imágenes de otro tiempo, de su infancia, de su adolescencia, de los mejores momentos de su vida. Como siempre, la visión de éste, contemplarlo mientras se deleitaba en épocas pretéritas, la dejaba sin aliento. Recordar lo que nunca volvería, le provocaba un dolor casi físico. El agua arrastraba hasta la orilla la felicidad perdida, la dicha que pasó distraída. “Quizás esa fuera una de las razones de ser de la felicidad”, pensó con tristeza. Solo sabemos que fuimos algo una vez que sucedió, que se marchó.

Suspiró con resignación. Debía mirar hacia delante. Todo había acabado. Nunca volvería a hacerles daño. Era libre, aunque no se sentía así para nada. Al contrario, pensaba que ahora estaba más encarcelada que cuarenta y ocho horas atrás. Rió con ironía, soltó una carcajada, falsa y sonora,  que desapareció muy rápido de sus labios: “¿Sería posible que echara de menos su yo de antes?”. No, definitivamente, no extrañaba a esa suerte de pedazo de carne con ojos en que se había convertido en los últimos quince años. Solo se trataba de una cuestión de tiempo. Estaba convencida de que volvería a ser una persona normal, una mujer corriente como cualquiera de las que estaban en la playa en ese momento.

Detuvo la mirada en un par de mujeres que estaban saliendo del agua; se las veía felices,  despreocupadas. Nunca dejaría de sorprenderle, lo mucho que había llegado a odiarlas, sobre todo en los últimos tiempos. Detestaba el concepto de perfección y heroicidad que el siglo XXI había forjado en torno a ellas. Todo cuanto hacían se consideraba extraordinario, cuando la realidad era que la excelencia no era una cuestión de género sino de esfuerzo, talento y carácter. No hablaba a la ligera, la experiencia y los años de calvario, le habían enseñado que la vulgaridad, la crueldad o la pura maldad no eran patrimonio exclusivo del sexo mascukino; existían mujeres que si se lo proponían podían llegar a ser mucho peores que los hombres, mujeres que especulaban con los malos tratos, que usaban a los hijos como moneda de cambio, que asesoraban a otras mujeres a aprovecharse del dolor de otras, del Derecho y de la lentitud de los procesos legales solo para conseguir un beneficio económico, social o profesional. Sin embargo, sabía que ponerse en su lugar no era fácil. Podría hablar durante horas de cómo se sentía después de recibir patadas en el estómago, tirones de pelo y mordiscos en las piernas y los brazos, pero nunca seria lo mismo. Hay cosas que solo conoces viviéndolas en tus propias carnes, de primera mano.

Recordar su sonrisa le helaba la sangre de las venas. Sonreía siempre, sonreía a todas horas. Sonreía cuando la dejaba medio muerta en el suelo, sin respiración, ensangrentada y cubierta de hematomas. Sonreía cuando la violaba, cuando la penetraba con fuerza, anal y vaginalmente. Sonreía cuando la obligaba a practicarles felaciones. Sonreía siempre, sonreía a todas horas.

¿Denunciar? ¿Cómo contar a la policía, a un juez, a sus amigos y a su familia, las violaciones, las palizas y las humillaciones? Solo imaginarlo le provocaba una vergüenza indecible. Nadie volvería a mirarla igual, ni siquiera sus padres y su hermana.  Por eso, sabía reconocer a aquellas mujeres que fingían ser lo que no eran, que pretendían a costa de las leyes y de su sufrimiento engrosar con un par de ceros los números de sus cuentas corrientes.  



Con los ojos abnegados en lágrimas, miró hacia los chicos, ambos la estaban mirando. Instintivamente, les lanzó una sonrisa. Entonces, como siempre que ella sonreía,  el rostro de sus hijos se iluminó y como si nada hubiese pasado continuaron jugando con el mar como telón de fondo; esa manta azul y verde, surcada por las historias de cientos de personas, de hombres y mujeres que como ella lucharon por la supervivencia, por la verdad, por la vida…, las olas, los gráciles movimientos que formaba el agua del mar, no tardarían en devolver a la orilla los restos del naufragio: quién era mamá y la vida que estaba por delante.




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